JUEGAMUNDOS llega al San Luis Gonzaga para contar una historia a nuestros chicos y chicas del P.A.E. Además de pasar un rato muy entretenido y divertido, han aprovechado la oportunidad para reflexionar sobre la importancia del esfuerzo y de la constancia para lograr aquello que deseamos o bien, necesitamos. Al finalizar, han conseguido todos la espada que Miguel, el protagonista de esta historia, llevaba consigo.
"El castillo de irás y no volverás"
Érase una vez un pobre pescador que vivía en una choza
miserable acompañado de su mujer y tres hijos y sin más bienes materiales que
una red remendada por cien sitios, una caña larga, su aparejo y su anzuelo. Una
mañana, muy temprano, salió el pescador camino de la playa con el estómago
vacío, la cabeza baja, descorazonado, y cargado con los aparejos de pescar.
A medida que andaba, el cielo se iba ennegreciendo y
cuando llegó al lugar donde acostumbraba a pescar observó que se había
desencadenado una terrible tempestad. Pero el infeliz pescador no pensaba más
que en sus hijos y en su esposa, que ya hacía dos días que no probaban bocado,
por lo que, sin hacer caso de la lluvia que le empapaba, ni del viento que le
azotaba, ni de los relámpagos que le cegaban, armó la red y la echó al mar. Y
cuando fue a sacarla, la red pesaba como si estuviese cargada de plomo; por lo
que el pescador tiró de ella con todas sus fuerzas, sudando a pesar del viento
y de la lluvia, latiéndole el corazón de alegría al pensar que aquel día su
familia no se acostaría sin cenar, como en tantas otras ocasiones.
Finalmente el pescador consiguió sacar la red del agua,
viendo que en su interior no había más que un pez muy chiquito pero gordito,
cuyas escamas eran de oro y plata. Asombrado al ver que le había costado tanto
trabajo pescar aquel único pez, el pobre pescador se lo quedó mirando con la
boca abierta. De repente el extraño pececillo rompió a hablar y dijo con voz
muy dulce, extraordinariamente armoniosa y musical:
- ¡Échame otra vez al
agua, oh pescador, que otro día estaré más gordo!
- ¿Qué dices, desventurado? – preguntó el
interpelado, que apenas podía creer lo que oía.
- ¡Que me eches otra vez
al agua, que otro día estaré más gordo!
- ¡Estás fresco! Llevan
mis hijos y mi mujer dos días sin comer; yo llevo dos horas tirando de la red,
aguantando el viento y la lluvia, ¿y quieres que te tire al agua?
- Pues si no me sueltas,
oh pescador, no me comas. Te lo ruego…
- ¡También está bueno
eso! ¿De qué me habría servido cogerte, si no te echara en la sartén?
- Pues si me comes –
prosiguió diciendo el pececillo -, te suplico que guardes mis espinas y las
entierres en la puerta de tu casa.
- Menos mal que me pides
algo que puedo hacer… Te prometo cumplir fielmente tu solicitud. Y se marchó,
contento de su suerte, camino del hogar.
A pesar de ser tan chiquito el pececillo, todos comieron
de él y quedaron saciados. Luego, el pescador enterró, como había prometido,
las espinas en la puerta de su choza.
Por la mañana, cuando Miguel, el hijo mayor del pescador,
se levantó y salió al aire libre, encontró, en el lugar donde habían sido
enterradas las espinas, un magnífico caballo alazán; encima del caballo había
un perro; encima del perro un soberbio traje de terciopelo y sobre éste una bolsa
llena de monedas de oro.
El muchacho, que anhelaba correr el mundo, pero que
estaba dotado de excelente corazón, dejó la bolsa a sus padres, sin tocar un
céntimo, y, seguido del perro, emprendió la marcha sin rumbo fijo.
Galopó durante tres días y tres noches, recorriendo los
bosques, llegando finalmente a una encrucijada donde vio un león, una paloma y
una pulga disputándose agriamente una liebre muerta.
- Párate o eres hombre
muerto, – rugió el león. Y si eres, como dicen, el rey de la creación, sírvenos
de juez en este litigio. La paloma y la pulga estaban disputándose la liebre…
¿Para qué quieren ellas un trozo de carne tan grande…? Yo, confieso que he
llegado el último, pero para algo soy el rey de la selva… La liebre me
corresponde por derecho propio… ¿No lo crees así?
La paloma habló entonces y dijo, arrullando:
- Ya habías pasado de
largo, cuando yo descubrí desde lo alto a la liebre, que estaba mortalmente
herida… Me corresponde a mí, por haberla visto morir. La pulga, a su vez,
exclamó:
- ¡Ninguno de vosotros
tiene derecho a la liebre! No la habrían herido, si no le hubiese dado yo un
picotazo debajo de la cola cuando iba corriendo, con lo que le obligué a
detenerse y entonces, un cazador le metió una bala en las costillas… ¡La liebre
es mía!
Y ya estaba la disputa a punto de degenerar en tragedia
si Miguel no hubiese mediado.
- Amiga pulga – dijo –
¿Qué harías tú con un trozo de carne como ese, que asemeja una montaña a tu
lado?
Y sacó el cuchillo de monte, cortó a la liebre muerta la
puntita del rabo y lo entregó a la pulga, que quedó complacidísima. Del mismo
modo, cortó las orejas y el resto del rabo, que ofreció a la paloma, la cual
confesó que tenía bastante con aquellos despojos.Lo que quedaba, o sea, la
liebre entera, se la cedió al león, que quedó encantado de juez tan justiciero.
- Veo que eres realmente
el rey de la creación – exclamó, con su más dulce rugido – pero yo, el rey de
los animales, quiero recompensarte como mereces, como corresponde a mi
indiscutible majestad.
Y arrancándose un pelo del rabo lo entregó a Miguel, diciéndole:
- Aquí tienes mi regalo;
cuando digas: « ¡Dios me valga, león!», te convertirás en león, siempre que no
pierdas este pelo. Para recobrar tu forma natural, no tendrás más que decir: «
¡Dios me valga, hombre!»Se marchó el león, alta la frente, orgullosa la mirada,
pero sin olvidar llevarse la liebre, y se internó en la selva.
La paloma, para no ser menos, se arrancó una pluma y
dijo:
- Cuando quieras ser
paloma y volar, no tienes más que decir: « ¡Dios me valga, paloma!»Y agitando
las alas, se remontó por el aire.
- Yo no tengo plumas ni
pelos – dijo la pulga – pero puedo oírte dondequiera que digas: « ¡Dios me
valga, pulga!» y convertirte en un ente tan poco envidiable y molesto como yo.
Miguel volvió a montar a caballo y prosiguió su camino
sin descansar, hasta que, al cabo de tres días y tres noches, vio brillar una
lucecita a lo lejos.Preguntó a un pastor que encontró:
- ¿De dónde procede esa luz?
El pastor respondió:
- Ese es el «Castillo de
Irás y No Volverás».
Miguel se dijo:- Iré al «Castillo de Irás y No Volverás».
Al cabo de tres días y tres noches, se encontró con otro
pastor.
- ¿Podrías decirme,
amigo, si está muy lejos de aquí el «Castillo de Irás y No Volverás»?
- Libre es el señor
caballero de llegar a él – repuso el pastor, echando a correr como alma que
lleva el diablo.
Pero el hijo del pescador era firme de voluntad y duro de mollera y se
había propuesto ir al castillo, aunque fuese preciso dejarse la piel en el
camino; así es que, sin pizca de temor, siguió cabalgando tres días con tres
noches, al cabo de los cuales la lucecita parecía acercarse, ¡por fin!, ante
sus ojos. Y he aquí que, después de muchas, muchísimas fatigas, llegó ante el
suspirado «Castillo de Irás y No Volverás».
De oro macizo eran sus muros y de plata las rejas de sus
ventanas y las cadenas de sus puertas; en lo alto de sus almenas, deslumbraban,
al ser heridas por el sol, las incrustaciones de jaspe y lapislázuli, el ónice,
el marfil, el ágata e infinidad de piedras preciosas. Rodeaba al edificio un
bosquecillo donde, posados en las ramas de sus árboles, cuyas hojas eran de oro
o plata, según se reflejara en ellas, el sol o la luna, innumerables pajaritos
de colores maravillosos saludaban al recién llegado; unos con burlonas
carcajadas, otros con sus trinos más inspirados, otros con palabras de ánimo o
de desesperanza.
- ¡Adelante el mancebo!
¡Adelante nuestro salvador! – decían unas voces.
- ¡Atrás! ¡Atrás! ¡Irás
y no volverás! ¡Irás y no volverás! – repetían otras.
- ¡Dios me valga,
paloma! Una fracción de segundo más tarde, Miguel, convertido en paloma, volaba
a través de la abierta ventana y se colaba en el castillo.
Cuando estuvo dentro se posó, en el suelo y
gritó:
- ¡Dios me valga,
hombre! Y recobró en el acto su forma natural. Se encontró en una sala inmensa,
cuyas paredes eran de plata; pero no había en ellas muebles, adornos, ni
utensilios de ninguna clase, así como tampoco el menor rastro de persona
viviente. Pasó a otra estancia toda de oro y luego a otra de piedras preciosas,
esmeraldas, rubíes y topacios que refulgían de tal modo que le cegaban. En
todas halló la misma soledad. La contemplación de tales maravillas no impedía a
nuestro héroe sentir un gran apetito, hasta el punto de que, impaciente por
conocer de una vez la dicha o el peligro que le aguardaba, exclamó:
- ¡Diablo o ángel, genio
o gigante, dueño de este maravilloso castillo; todo tu oro, toda tu plata,
todas tus piedras preciosas, las trocaría de buena gana por un plato de
humeante sopa!
Al punto aparecieron ante sus ojos una silla,
una mesa con su blanco mantel, sus platos, cubierto y servilleta. Y Miguel,
contentísimo, se sentó a la mesa. Servidos por mano invisible fueron llegando
todos los platos de un opíparo festín, desde la humeante y sabrosa sopa de
tortuga, hasta las riquísimas perdices, amén de frutas, dulces, y confituras. Terminado
el banquete, desaparecieron platos, cubiertos, mesa, silla y manteles como por
arte de magia, y Miguel empezó a vagar, desorientado, por los regios y
desiertos salones.
- Siete días llevo sin dormir – recordó – si
en vez de tanta pedrería hubiera por aquí aunque fuera un jergón de paja… Al
punto apareció ante sus ojos asombrados una magnífica cama de plata cincelada
con siete colchones de pluma. Miguel se acostó, dispuesto a dormir toda la
noche de un tirón. Mas apenas habían transcurrido unas dos horas, le despertó
un llanto ahogado, que salía de la habitación vecina.
- Será algún pequeño del
hada – murmuró, dando media vuelta. Pero todavía no había conseguido
reconciliar el sueño, cuando los sollozos se dejaron oír con más fuerza,
acompañados de suspiros entrecortados y lamentos de una voz de mujer.
- Esto se pone feo –
pensó, Miguel. Y levantándose de un salto, pasó al salón contiguo, que encontró
tan desierto como antes. Pasó a otro y a otro y a otro, hasta recorrer más de
cien salones, sin dar con alma viviente y oyendo siempre, cada vez más
cercanos, los lamentos. Creyendo que se burlaban de él, dio con rabia una
fuerte patada en el suelo, que éste se abrió. Y al abrirse, cayó Miguel por la
abertura, a un aposento regiamente amueblado, con las paredes tapizadas de tisú
de plata y damasco azul.
En medio de tanto esplendor, una princesita, de rubios
cabellos y manecitas de lirio, lloraba amargamente.
- Apuesto doncel – dijo,
al verle entrar:
- aléjate cuanto antes
de este maldito castillo. No seas uno más entre tantos jóvenes infortunados que
aquí han dejado sus vidas, pretendiendo salvar las de otras princesas tan
desgraciadas como yo. El gigante dueño de este castillo duerme veintidós días
de cada mes, durante los cuales no toma alimento alguno. Cuando despierta,
dedica siete días a preparar el banquete con que se obsequia el octavo, después
del cual reanuda su sueño. El postre de este banquete consiste en una doncella,
princesa si es posible. Mañana despertará el monstruo y la víctima elegida he
sido yo. Sólo me quedan ocho días de vida; mas, como nada puedes hacer en favor
mío, aléjate, te lo suplico.
- ¡No llores, preciosa
niña! – exclamó Miguel. – En siete días puede volver a hacerse el mundo. Y no
me tomes por tan poquita cosa. Para defenderte, tengo mi cuchillo de monte y si
esto no bastara, puedo convertirme en león, en paloma o en pulga. Seca, pues,
tus lágrimas y dime dónde está ese dormilón traga princesas, que ya me van
entrando ganas de conocerlo.
- Nada podrás contra el
gigante – contestó la princesita. – Ni tu cuchillo ni la garra del más fiero
león. Sólo un huevo que se encuentra dentro de una serpiente que habita en el
Monte Oscuro, en los Pirineos. El huevo ha de dispararse con tan certera
puntería que hiera al monstruo entre ceja y ceja, matándolo. Entonces quedaría
desencantado el castillo. Pero también la serpiente es un monstruo maligno y
poderoso: devora a todo bicho viviente que se atreve a acercarse a cinco leguas
de ella. Créeme, conviértete en paloma ya que tal poder tienes, y sal por esa
ventana antes de que den las doce de la noche y despierte el gigante, porque
entonces no podrías librarte de sus iras.
- Así lo haré – repuso
Miguel – mas será para ir al encuentro de esa monstruosa serpiente y si quieres
que salga vencedor en la empresa, – añadió – prométeme que te casarás conmigo
dentro de siete días, cuando te saque de este castillo.
Lo prometió así la Princesa, y Miguel, convertido en
paloma, voló, al bosquecillo a través de la ventana. Allí volvió a su estado de
hombre, para recoger el caballo y el perro, que, alejados cuanto podían de los
tres gigantescos guardianes, le esperaban. Montado en su alazán y seguido de su
perro fiel, salió del bosque y del recinto del castillo, sin hacer caso de las
voces de los pájaros, los árboles y la fuente de plata con que pretendían
detenerle. Y anduvo, anduvo, durante tres días, siguiendo la dirección que le
diera la princesita, hasta llegar al pueblo, cuyas señas retenía en la memoria,
y que se hallaba enclavado ante un monte elevadísimo, cubierto de maravillosa
vegetación. Dejó caballo y perro en las cercanías y entró en el pueblo
humildemente. Llamó a la primera casa.
- ¿Qué deseas, hermoso
doncel? – le preguntaron.
- Una plaza de pastor,
sólo por la comida.
- Eres demasiado apuesto
para eso – le contestaron. Y le dieron con la puerta en las narices.
Por fin halló en las afueras del pueblo una
casa de labranza de blancas paredes, donde llamó y salió a abrirle una linda
muchacha.
- Vengo a ver si necesitan ustedes un mozo
para la casa – dijo tímidamente.
La muchacha, prendida de la donosura de Miguel, fue
corriendo a avisar a su padre. Y éste dio a Miguel una plaza de pastor. Vistiendo
la tosca pelliza y el cayado en la mano, salió Miguel al día siguiente, muy de
mañana, tras los rebaños flacos y escuálidos.
- No te acerques a
aquellas montañas cubiertas de verdor – le advirtió su amo al despedirle – Hay
en ellas una serpiente de colosal tamaño, que devora a cuantos pastores y
rebaños intentan acercarse siquiera a cinco leguas. Por eso nuestros animales
están flacos y en este pueblo la mortandad entre ellos es tremenda, ya que sus
únicos pastos son aquellas otras montañas, áridas, y estériles, adonde has de
dirigirte.
Pero Miguel hizo todo lo contrario de lo que le habían
aconsejado; es decir, se encaminó en derechura a la montaña de la serpiente.
Anduvo, anduvo y, desde muchas leguas de distancia, cuando apenas había hollado
los pastos verdes y húmedos, oyó el silbido espantoso de la Serpiente que se
hallaba en la cima de la montaña. Al poco, la Serpiente llegaba como una
exhalación. Pero Miguel, al conjuro de « ¡Dios me valga, león!» se había
convertido ya en imponente fiera. Y león y serpiente lucharon con todo el brío
posible. Todo era espuma y sangre, silbidos y rugidos de coraje y amenaza. Al
cabo de un buen rato, rendidos y jadeantes, cesó el combate y se separaron.
La Serpiente dijo rabiosa:
- Si tuviese agua de la
ría, ¡Qué pronto, león mío, te mataría!
Y el león contestó:
- Y si yo tuviese un
trozo de pan, una botella de vino y el beso de una doncella ¡Qué pronto,
serpiente mía, la muerte te diera!
Luego, añadiendo: « ¡Dios me valga, pulga!», desapareció, para recobrar la
forma natural en la falda de la montaña, donde recogió su rebaño y regresó a la
casa de labranza, donde no salían de su asombro al ver a los animales tan
gordos y relucientes. A la mañana siguiente, cuando salió Miguel con los
rebaños hacia el monte, dijo el labrador a su hija:
- Habría que espiar al
nuevo pastor, pues no comprendo cómo en un solo día ha podido hacer cambiar de
ese modo a los animales. Están gordísimos y lustrosos.
- Padre mío, si quieres,
yo iré mañana a vigilarle – contestó ella.
Y a la mañana siguiente, le siguió de lejos y vio cómo se
encaminaba a la montaña de la Serpiente y dejaba los rebaños en su falda
paciendo a placer, dirigiéndose sin temor al encuentro del monstruo. Luego le
vio convertirse en león y luchar fieramente con la Serpiente. Todo era espuma y
sangre y rugidos de coraje y amenaza. Por fin, rendidos y jadeantes, se
soltaron, y la Serpiente, enfurecida, silbó:
- Si tuviese agua de la
ría, ¡Qué pronto, león mío, te mataría!
Y rugió el león:
- Y si yo tuviera un
trozo de pan, una botella de vino y el beso de una doncella, ¡Qué pronto,
serpiente mía, la muerte te diera!
Luego le oyó añadir:
- ¡Dios me valga, pulga!
Y desapareció.
La hija del labrador echó a correr hacia su casa, mas se
guardó muy bien de referir a nadie lo que había visto. Al día siguiente, cuando
salió Miguel con los rebaños, cada vez más gordos y lustrosos, echó a andar la
moza, con un cestito en la mano, siguiéndole de lejos. Y otra vez vio la moza
cómo Miguel convertido en león acometía a la Serpiente, cómo los ánimos de las
dos fieras se encendían de ira, y ambos despedían chispas y todo el suelo se
cubría de sangre y espuma, con nunca vista fiereza y demasía. Por fin,
cansados, medio muertos, cesaron el fiero combate y se separaron. Y la
Serpiente, azul de cólera, silbó:
- Si tuviese agua de la
ría, ¡Qué pronto, león mío, te mataría!
Y el león, no menos furioso, replicó:
- Si yo tuviera un trozo
de pan, una botella de vino y el beso de una doncella, ¡Qué pronto, serpiente
mía, la muerte te diera!
En aquel instante la hija del labrador salió de la espesura donde estaba
escondida, sacó del cesto un pedazo de pan y una botella de vino y se lo dio al
león, acompañado de un sonoro beso de sus labios frescos. El león comió el pan
con presteza, se bebió el vino, y de nuevo embistió, con renovada energía a la
Serpiente. Se repitió la lucha, y otra vez manó la sangre y corrió la espuma de
los cuerpos maltrechos. Mas la serpiente no tardó en desfallecer y el león cada
vez más pujante le atacaba; hasta que al fin la serpiente se desplomó. Miguel,
recobrando la forma humana, después de haber dado las gracias a la hija del
labrador, sacó su cuchillo de monte, abrió al monstruoso reptil en canal y extrajo
de su vientre el huevo que había de servirle para libertar a la princesita de
rubios cabellos y manecitas de lirio.
No hay que decir el júbilo y los agasajos con que fue
recibido nuestro Miguel en el pueblo, cuando se supo que había dado muerte a la
monstruosa serpiente. Todos se disputaban el honor de verlo y abrazarle y todos
le regalaban sacos, llenos de oro y riquísimas joyas, y el labrador, loco de
alegría, quería casarlo a toda costa con su hija. Pero Miguel ardía en deseos
de correr a libertar a la princesita, a quien sólo quedaba un día de vida. Así
lo notificó al labrador y al mismo tiempo le pidió, la mano de su hija para
casarla a su regreso con su hermano, el hijo segundo del pescador.
Todo el pueblo acudió a despedirle, vitoreándole y llevándolo
en hombros; pero él sólo pensaba en no llegar demasiado tarde a salvar a su
bella princesa.Cuando, montado en su caballo alazán y seguido de su perro fiel,
atravesó, el bosquecillo de los pájaros cantores, de los árboles parlantes y de
la fuente de cristal, y se encontró a la puerta del castillo, vio que habían
empezado los preparativos para el gran festín.
Inmediatamente dijo:
- ¡Dios me valga,
paloma!
Y en raudo vuelo llegó hasta el lugar donde el gigante esperaba a que
sonara la hora para dar principio a la matanza. Se posó en el antepecho del
ventanal y exclamó:
- ¡Dios me valga,
hombre!
Y en hombre se convirtió. Y antes de que el monstruo
tuviera tiempo de abrir la boca, sacó de su bolsa el huevo de la serpiente,
apuntó con precisión y se lo tiró, hiriéndole entre ceja y ceja, matándole.
Se oyó un estrépito horroroso, como de millones de
truenos que retumbaran al unísono y el «Castillo de Irás y No Volverás» se
derrumbó.
De entre sus escombros surgió Miguel dando la mano a la
Princesita de rubios cabellos y manecitas de lirio. Otras muchas princesas y
otros muchos galanes, encantados desde hacía largos años por el Gigante,
salieron también.
Los pájaros cantores se convirtieron en hermosos niños,
las hojas de los árboles en apuestos mancebos y la fuente de cristal en una
lindísima dama, que se casó con el hijo menor del pescador.
- Acabó mi encantamiento
– exclamó la Princesita de rubios cabellos y manecitas de lirio.
- Yo soy la hija del rey
de estas tierras. Vámonos inmediatamente a casa de mi padre. Y a palacio
fueron.
El rey se volvió loco de júbilo; llamó al señor obispo y
los mandó casar.
Miguel quiso que sus propios padres tuviesen un palacio
en la ciudad.
La hija del labrador, que tan eficazmente le había
socorrido, se casó con su otro hermano, el segundo hijo del pescador.
Y desde entonces vivieron todos felices y contentos.
Como podéis imaginar, a la llegada de la princesa y de
Miguel, tanto el pueblo que la quería mucho como el rey, los recibieron
tirándoles pétalos de flores, aplausos y banda de música.